Tras largos días de incesante calor, bochornosos,
agotadores. La naturaleza decide que es hora de descansar. De calmarnos y
respirar.
Observemos a nuestro alrededor… ¿qué estamos haciendo?
¿Quiénes somos?
Sumidos en nuestra rutina, encerrados en nuestros coches
maldiciendo al tiempo, que ha decidido estropearse justo ahora que tenemos
vacaciones. ¿Por qué no podemos ser cómo la lluvia? Fluir lentamente, dejando
un leve rastro que luego el sol se encargará de disipar.
Tener el valor, la osadía y la confianza suficiente en
nosotros mismos como para abandonar nuestro puesto de trabajo unos instantes
para poder disfrutar de la hermosa vista de una Barcelona húmeda. Abrir la puerta
del coche en medio del cotidiano atasco madrileño y visitar El Retiro en todo
su esplendor.
O simplemente
caminar bajo la lluvia por la exótica Sevilla con esa persona que te
anula por completo con su toque.
Míseros instantes que nos alegran el día, que nos cambian
la vida.
La lluvia puede traer felicidad consigo, amor, amistad…
cosas bellas que todos deberíamos saborear en esta vida. Sin embargo, para mí
no.
Quizás porque la oscuridad me nubla la mirada cuando veo
que la Naturaleza sabe cómo me siento. Cuando las gotas caen sobre mí, y me
permiten llorar sin ser avistada… me siento viva. Viva de verdad, como llevaba
tanto tiempo sin sentirme. Completa cuando el olor a tierra mojada penetra mis
pulmones, menos sola al sentir las caricias del cielo en mi cuerpo.
Ojalá tuviese alas para poder echar a volar junto al frío
viento de las tormentas. Ojalá la vida fuese una simple tormenta veraniega. De
esas que comienzan débiles, pero van incrementándose con el tiempo. Se hacen
fuertes, potentes, destructivas… empero con el transcurso de los minutos se
vuelven débiles, lentas, beneficiosas… y la calma vuelve a reinar, para
siempre.
Las tormentas sirven para recordarme que estoy rota, que
por mucho que desee avanzar no podré, que mis miedos están ahí y no tienen intención
alguna de irse ni de dejarme marchar. Aunque haya sol, ellas siempre volverán
para devolverme al pasado, para que mis demonios me abracen por la noche en la
cama, en la que tú deberías estar abrazándome, protegiéndome de ellos.
Las tormentas me devuelven a la realidad, al pasado que
intento olvidar, son las únicas capaces de hacerme sentir viva, ni las sonrisas
ni los besos causan el mismo efecto sobre mí. Ni creo que lo hagan.
Lo que más daño me hace es lo que más viva me hace
sentir, lo que más deseo. Porque si me preguntas siempre diré que adoro la
lluvia, y me mirarás de una manera extraña, asimilando lo confusa que resulto,
pero nunca sabrás que tras esa sonrisa mientras dejo que esas palabras fluyan en tu persona, se esconde una chica que se derrumba en su cama nada
más oír los primeros relámpagos caer, que ahoga sus gritos sobre la almohada
durante la tempestad. Abriendo sus heridas, sufriendo en silencio, adorando el
dolor.
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