Salió de la cama y desnuda encendió el cigarro. Lo tomó
entre sus dedos y con desesperación liberó sus ansias de una calada. Sucia y
profunda, soltó un bostezo, el humo le restó minutos.
Con el lienzo en blanco frente al espejo recogió su
cabello y tomó el pincel.
Pintó la melancolía de naranja, como aquel amanecer que
nunca contempló.
Volvió la desventura
rosa, al igual que los lirios del sepelio.
Tiznó el desamparo de
un tono anacarado en recuerdo al “para siempre” de sus labios.
Coloreó el desamor de
un verde intenso, en memoria de su mirada. De unos ojos que no volverían.
Y desató su melena,
dejando caer los mechones entorno a su cuerpo. Mudando en colores: tiznándose
de verde, pintándose de rosa, volviéndose anacarados,
coloreándose naranjas. Irradiando
arte.
Le ahoga su falta, la
cama lo sabe. Ambas lo notan. Aquel lado
derecho solo puedo ocuparlo él. Que por más que se acurruque, por más que
susurre a la almohada con la esperanza de volverlo a tener junto a ella, sabe
que no regresará.
Se aferra en creer que
todo es pasajero, que quizás mañana sean sus brazos los que la envuelvan, que
sean sus labios los que besen su frente. Pero se equivoca.
El sol traspasa su
piel, sus ojos se dilatan y los labios se agrietan a falta de quién los mime.
El silencio le ha envuelto en una espiral sin retorno, voluta rebosante de recuerdos lacerantes cuarteadores de
ilusiones. Descomponiendo cada brizna de su ser.
Así que se aleja del
espejo y con paso decidido se encamina hacia el balcón. Audaz, sitúa sus manos
sobre la baranda e inspira el frío aliento de enero, suspira y deja caer los
párpados.
Su cuerpo se torna
ligero. Lo último que ven sus ojos es su sonrisa dibujada en el asfalto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario