El jarrón se hizo añicos al impactar contra su espalda,
el tintineo de los trozos de porcelana falsa cayendo en el suelo era acompañado
por un chillido desgarrador.
Él continuaba histérico, fuera de sí, la rabia nublaba su
vista y le impedía ser ese hombre “razonable y sereno” que le había hecho el
amor hacía menos de una hora.
Estaban
tumbados sobre un colchón roto, cuyos muelles sobresalían por los costados. La
sábana estaba tirada en la sucia moqueta verde de la habitación, con solo
alargar el brazo pudo coger la sábana y envolver sus cuerpos, el colchón estaba
tirado en el suelo.
Ella situó
la cabeza en su pecho, las almohadas eran un bien innecesario y costoso en sus
30 m2 de hogar, desde esa
posición podía observarle detenidamente. Sucesivos tatuajes, uno tras otro
cubrían sus brazos, otros adornaban su espalda. Un par de cicatrices decoraban
su cuello, dando lugar a una rosada cruz por encima de sus marcadas clavículas.
Desde esa altura podía apreciarse a la máxima perfección otras marcas menos llamativas
como quemaduras de cigarros, arañazos de uñas por su espalda y mordiscos en su
abdomen. Muchos de estos no eran suyos, ella lo sabía, no era la única a la que
se tiraba, pero le daba igual, lo único que le importaba era tener un techo
donde cobijarse y comida suficiente para ir sobreviviendo mes a mes.
Le hubiera
gustado decirse a sí misma que él tampoco era el único que “dormía” entre sus
sábanas, que ella estaba deseando que se marchase a hacer sus negocios, para
poder llamar a sus amantes y que la hiciesen mujer de verdad. Pero le tenía
miedo, a sus musculosos brazos capaces de levantar decenas de kilos (de hachís)
de una sola vez, miedo a esa boca sucia, violenta y falta de incisivos debido a
sus sucesivas trifulcas, pero sobretodo miedo a sus ojos, unos ojos pequeños
pero asesinos, sin luz, repletos de maldad y codicia.
Lo más
parecido a un amante o una aventura que ella había tenido era aquel chico
joven, que trabajaba a tiempo parcial mientras estudiaba ingeniería, en la
lavandería. No tenía muy claro que era aquello de la ingeniería, pero fuese lo
que fuese si ese chico tan apuesto lo estudiaba tenía que ser increíble.
La primera
vez que lo vio sintió como su estómago giraba sobre sí mismo, llevaba tanto
tiempo sin sentir algo que se le asemejase que por unos instantes creyó estar
enferma. Cayó en la cuenta que desde que se había fugado diez años atrás con
Trih y lo habían hecho en la parte de atrás de la iglesia, no había vuelto a
sentirse así.
Josh (o al
menos eso es lo que ponía en su identificador, en su mente cuando estaba en la
bañera sola y aburrida su nombre era más erótico y sensual), era un chico alto,
esbelto, con unas facciones muy marcadas pero con unos hermosos ojos ámbar, su
rostro cubierto de una fina barba le daba un toque más maduro a su sonrisa
abierta y encantadora.
Nunca tuvo
la certeza de si había sido amor a primera vista, como el de esas películas que
veía hasta altas horas de la madrugada los sábados. Sin embargo no podía negar
que así era como ella se lo imaginaba en sus sueños.
Todo había
ocurrido muy deprisa, ni siquiera lo había previsto. Ella iba caminando por la
calle, asustada de lo que se había encontrado a la entrada de su puerta. No
quería saber nada de la droga, esos eran sus asuntos no los de ella. Sin embargo
era en su puerta donde había 10 kilos de coca esperando a ser recogidos por
algún camello. Enfada e indignada por el panorama decidió dejarlos ahí y volver
a irse, había dejado las bolsas de la compra y se había marchado de nuevo,
tenía la esperanza de volver dentro de un rato y que los paquetes hubiesen
desaparecido.
Había
recorrido algo más de un par de calles cuando fijó su mirada en un escaparate
algo destartalado y que desprendía olor a lejía caducada… y entonces le vio.
Allí, agachado, explicándole a una anciana donde debía introducir las monedas
para que la lavadora comenzase a dar vueltas. En ese momento solía podía
vislumbrar su espalda ancha y musculosa que se marcaba bajo la camiseta blanca
de algodón y su trasero prieto en unos vaqueros desgastados. Ya con eso tendría
para esta noche. Más cuando estaba a punto de apartar la mirada y seguir
andando, se giró.
Unos
hermosos ojos ámbar la miraron con curiosidad, como si a través de la
cristalera pudiesen atisbar toda su complejidad. Ella simplemente sonrió y
entró a la lavandería, atravesó el umbral deslizando la mano dentro de su
bolsillo en busca de alguna moneda para poner en marcha cualquier máquina y así
poder observarle con más detenimiento.
Encontró
un par de monedas, suficientes para un lavado rápido con el detergente más
barato de la máquina expendedora, ahora solo necesitaba algo que lavar. Como no
llevaba chaqueta optó por quitarse la desgastada y algo rota camiseta que
llevaba en esos instantes. Rápidamente se deshizo de ella y la colocó dentro
del tambor, cerró la puerta con decisión y apretó dos botones al azar, la
lavadora empezó a retumbar y se puso en marcha.
La miraba
fijamente, se había percatado de ello, eso era lo que quería. Se sentó en una
silla de plástico algo coja y comenzó a balancearse de un lado a otro. El reloj
seguía corriendo, a su ritmo, sin pausa.
Todavía
podía recordar su olor cuando por primera vez se acercó a ella, su fragancia
masculina la había embriagado, no podía evitar morderse el labio cada vez que
lo recordaba, que le recordaba. Incluso ahí, tirada en el suelo con la espalda
ensangrentada y los ojos anegados de lágrimas que se negaba a derramar, no
delante de él.
¿Por qué
él si podía tener varias mujeres a su disposición? ¿Por qué él si podía hacer
lo que quisiese y ella debía quedarse en casa a la espera de un fajo de
billetes o cualquier cosa peor? No lo entendía.
Le había
querido, y le había costado mucho convencerse a sí misma que ya no le quería,
que la vida que tenía no era normal, que lo que él hacía por ella no era amor.
Él huía de la realidad con las drogas, el alcohol y el sexo, lo entendía. Ella
hasta hacía poco solía caer inconsciente en el piso tras haberse tomado un par
de Jack Daniel’s, no se sentía orgullosa de ser una alcohólica, pero era mejor
que cortarse porque así nadie podía ver tu dolor, lo llevabas dentro y no era
necesario ocultarlo con mangas largas. El alcohol era mejor que la sangre.
Las marcas
del cristal roto que había obtenido de un espejo que Trih una vez (en uno más
de sus repentinos “cambios de humor”) le había lanzado, seguían dibujadas sobre
su piel, como si se tratase de tinta indeleble. Eran dolorosas y a cada
movimiento las cicatrices se desgarraban y algo en su interior se rompía. Por
mucho tiempo que pasase esas heridas nunca desaparecerían, al menos no del
todo. Puede que quizás al cabo de los meses, años… no quedase ninguna marca
sobre la piel que te recordase el dolor, pero siempre estaría en tu mente,
siempre tú sabrías lo que habías hecho y jamás te lo perdonarías, no tener
valor, tener miedo de ti misma. Eso jamás puedes perdonártelo.
Ahora era
diferente, su vida había adquirido una tonalidad más clara y parecía que todo
podía salir bien.
Que podría
dejar esa horrible casa, abandonar a Trih de una vez por todas, podría
encontrar un trabajo decente, de camarera o secretaria. Y lo más importante, podría estar con él.
Empero en
ese instante, con la cara sobre la mugrosa moqueta todas sus esperanzas y todos
sus sueños se estaban desvaneciendo. ¿Cómo había sido tan estúpida y había
creído que podría escaparse, que sería sencillo?
Josh la
esperaba tres calles más abajo, en un coche de segunda mano que había tomado
prestado de su hermano mayor, todavía
podía intentarlo, debía luchar por su sueño, por una nueva oportunidad.
Debía luchar por ellos y su amor.
La boca le
sabía a sangre, había perdido dos incisivos, respiro profundamente con el
objetivo de coger fuerza para poder levantarse, solo deseaba que sus brazos no
flaqueasen en el último instante. Y no lo hicieron. Se levantó, se colocó la
camisa lo mejor que pudo y le encaró. Aún podía atisbarse la rabia en sus ojos,
bufaba como un animal de ganado y sus puños estaban agarrotados, preparados
para asistir un golpe en cualquier instante.
Atusándose
el cabello se acercó hacia él y le besó. Un casto e inocente beso de despedida.
Por todo lo que ellos habían pasado, por haberla abierto los ojos, porque a
partir de ahora nada podía ir peor, nada podía ser peor que el infierno que
había pasado a su lado.
“Gracias y
hasta nunca”
Susurró
contra sus labios y se dispuso a marcharte, lentamente se dirigió hacia la
puerta, tomó el picaporte entre sus manos y giró. De repente se oyó un disparo.
No se
había percatado de su arma cuando le había besado, maldita estúpida. Ahora la
sangre brotaba de su vientre, su respiración se iba haciendo cada vez más
entrecortada, las lágrimas nublaban sus ojos. Lágrimas de frustración, había
estado tan cerca de cumplir su sueño, solo tenía que girar el picaporte y salir
de allí, huir… subir al coche y alejarse para siempre.
Y sin
embargo ahora estaba arrodillada en el suelo, adentrándose al más allá,
intentando volver atrás, a su cama, a aquella lavandería.
No
volvería a verle, pensaría que se había arrepentido, que no había tenido las
agallas suficientes como para abandonarlo y que no era suficiente para ella.
Lo que
daría por poder despedirse de él, decirle otra vez que le amaba, besarse por
una última vez antes de desaparecer para siempre.
Y no
podía, la vida se le escapaba de las manos en esos instantes y no podía hacer
nada para evitarlo. El dolor se agarraba en su garganta, quería gritar pero el miedo
la acallaba. Solo quería acabar con todo, si la vida no le permitía ser feliz,
si no estaba dispuesta a concederle ese deseo, no merecía la pena vivir.
Cerró los
ojos por última vez y se dejó caer.
Esperaba
que el cielo fuese un lugar hermoso.