Rêves de Papier et Cauchemars d'Acier.

martes, 17 de diciembre de 2013

Laundry.



El jarrón se hizo añicos al impactar contra su espalda, el tintineo de los trozos de porcelana falsa cayendo en el suelo era acompañado por un chillido desgarrador.

Él continuaba histérico, fuera de sí, la rabia nublaba su vista y le impedía ser ese hombre “razonable y sereno” que le había hecho el amor hacía menos de una hora.


Estaban tumbados sobre un colchón roto, cuyos muelles sobresalían por los costados. La sábana estaba tirada en la sucia moqueta verde de la habitación, con solo alargar el brazo pudo coger la sábana y envolver sus cuerpos, el colchón estaba tirado en el suelo.

Ella situó la cabeza en su pecho, las almohadas eran un bien innecesario y costoso en sus 30 m2  de hogar, desde esa posición podía observarle detenidamente. Sucesivos tatuajes, uno tras otro cubrían sus brazos, otros adornaban su espalda. Un par de cicatrices decoraban su cuello, dando lugar a una rosada cruz por encima de sus marcadas clavículas. Desde esa altura podía apreciarse a la máxima perfección otras marcas menos llamativas como quemaduras de cigarros, arañazos de uñas por su espalda y mordiscos en su abdomen. Muchos de estos no eran suyos, ella lo sabía, no era la única a la que se tiraba, pero le daba igual, lo único que le importaba era tener un techo donde cobijarse y comida suficiente para ir sobreviviendo mes a mes.

Le hubiera gustado decirse a sí misma que él tampoco era el único que “dormía” entre sus sábanas, que ella estaba deseando que se marchase a hacer sus negocios, para poder llamar a sus amantes y que la hiciesen mujer de verdad. Pero le tenía miedo, a sus musculosos brazos capaces de levantar decenas de kilos (de hachís) de una sola vez, miedo a esa boca sucia, violenta y falta de incisivos debido a sus sucesivas trifulcas, pero sobretodo miedo a sus ojos, unos ojos pequeños pero asesinos, sin luz, repletos de maldad y codicia.


Lo más parecido a un amante o una aventura que ella había tenido era aquel chico joven, que trabajaba a tiempo parcial mientras estudiaba ingeniería, en la lavandería. No tenía muy claro que era aquello de la ingeniería, pero fuese lo que fuese si ese chico tan apuesto lo estudiaba tenía que ser increíble.

La primera vez que lo vio sintió como su estómago giraba sobre sí mismo, llevaba tanto tiempo sin sentir algo que se le asemejase que por unos instantes creyó estar enferma. Cayó en la cuenta que desde que se había fugado diez años atrás con Trih y lo habían hecho en la parte de atrás de la iglesia, no había vuelto a sentirse así.

Josh (o al menos eso es lo que ponía en su identificador, en su mente cuando estaba en la bañera sola y aburrida su nombre era más erótico y sensual), era un chico alto, esbelto, con unas facciones muy marcadas pero con unos hermosos ojos ámbar, su rostro cubierto de una fina barba le daba un toque más maduro a su sonrisa abierta y encantadora.

Nunca tuvo la certeza de si había sido amor a primera vista, como el de esas películas que veía hasta altas horas de la madrugada los sábados. Sin embargo no podía negar que así era como ella se lo imaginaba en sus sueños.

Todo había ocurrido muy deprisa, ni siquiera lo había previsto. Ella iba caminando por la calle, asustada de lo que se había encontrado a la entrada de su puerta. No quería saber nada de la droga, esos eran sus asuntos no los de ella. Sin embargo era en su puerta donde había 10 kilos de coca esperando a ser recogidos por algún camello. Enfada e indignada por el panorama decidió dejarlos ahí y volver a irse, había dejado las bolsas de la compra y se había marchado de nuevo, tenía la esperanza de volver dentro de un rato y que los paquetes hubiesen desaparecido.

Había recorrido algo más de un par de calles cuando fijó su mirada en un escaparate algo destartalado y que desprendía olor a lejía caducada… y entonces le vio. Allí, agachado, explicándole a una anciana donde debía introducir las monedas para que la lavadora comenzase a dar vueltas. En ese momento solía podía vislumbrar su espalda ancha y musculosa que se marcaba bajo la camiseta blanca de algodón y su trasero prieto en unos vaqueros desgastados. Ya con eso tendría para esta noche. Más cuando estaba a punto de apartar la mirada y seguir andando, se giró.


Unos hermosos ojos ámbar la miraron con curiosidad, como si a través de la cristalera pudiesen atisbar toda su complejidad. Ella simplemente sonrió y entró a la lavandería, atravesó el umbral deslizando la mano dentro de su bolsillo en busca de alguna moneda para poner en marcha cualquier máquina y así poder observarle con más detenimiento.

Encontró un par de monedas, suficientes para un lavado rápido con el detergente más barato de la máquina expendedora, ahora solo necesitaba algo que lavar. Como no llevaba chaqueta optó por quitarse la desgastada y algo rota camiseta que llevaba en esos instantes. Rápidamente se deshizo de ella y la colocó dentro del tambor, cerró la puerta con decisión y apretó dos botones al azar, la lavadora empezó a retumbar y se puso en marcha.

La miraba fijamente, se había percatado de ello, eso era lo que quería. Se sentó en una silla de plástico algo coja y comenzó a balancearse de un lado a otro. El reloj seguía corriendo, a su ritmo, sin pausa.



Todavía podía recordar su olor cuando por primera vez se acercó a ella, su fragancia masculina la había embriagado, no podía evitar morderse el labio cada vez que lo recordaba, que le recordaba. Incluso ahí, tirada en el suelo con la espalda ensangrentada y los ojos anegados de lágrimas que se negaba a derramar, no delante de él.

¿Por qué él si podía tener varias mujeres a su disposición? ¿Por qué él si podía hacer lo que quisiese y ella debía quedarse en casa a la espera de un fajo de billetes o cualquier cosa peor? No lo entendía.

Le había querido, y le había costado mucho convencerse a sí misma que ya no le quería, que la vida que tenía no era normal, que lo que él hacía por ella no era amor. Él huía de la realidad con las drogas, el alcohol y el sexo, lo entendía. Ella hasta hacía poco solía caer inconsciente en el piso tras haberse tomado un par de Jack Daniel’s, no se sentía orgullosa de ser una alcohólica, pero era mejor que cortarse porque así nadie podía ver tu dolor, lo llevabas dentro y no era necesario ocultarlo con mangas largas. El alcohol era mejor que la sangre.

Las marcas del cristal roto que había obtenido de un espejo que Trih una vez (en uno más de sus repentinos “cambios de humor”) le había lanzado, seguían dibujadas sobre su piel, como si se tratase de tinta indeleble. Eran dolorosas y a cada movimiento las cicatrices se desgarraban y algo en su interior se rompía. Por mucho tiempo que pasase esas heridas nunca desaparecerían, al menos no del todo. Puede que quizás al cabo de los meses, años… no quedase ninguna marca sobre la piel que te recordase el dolor, pero siempre estaría en tu mente, siempre tú sabrías lo que habías hecho y jamás te lo perdonarías, no tener valor, tener miedo de ti misma. Eso jamás puedes perdonártelo.


Ahora era diferente, su vida había adquirido una tonalidad más clara y parecía que todo podía salir bien.

Que podría dejar esa horrible casa, abandonar a Trih de una vez por todas, podría encontrar un trabajo decente, de camarera o secretaria.  Y lo más importante, podría estar con él.

Empero en ese instante, con la cara sobre la mugrosa moqueta todas sus esperanzas y todos sus sueños se estaban desvaneciendo. ¿Cómo había sido tan estúpida y había creído que podría escaparse, que sería sencillo?

Josh la esperaba tres calles más abajo, en un coche de segunda mano que había tomado prestado de su hermano mayor, todavía  podía intentarlo, debía luchar por su sueño, por una nueva oportunidad. Debía luchar por ellos y su amor.


La boca le sabía a sangre, había perdido dos incisivos, respiro profundamente con el objetivo de coger fuerza para poder levantarse, solo deseaba que sus brazos no flaqueasen en el último instante. Y no lo hicieron. Se levantó, se colocó la camisa lo mejor que pudo y le encaró. Aún podía atisbarse la rabia en sus ojos, bufaba como un animal de ganado y sus puños estaban agarrotados, preparados para asistir un golpe en cualquier instante.

Atusándose el cabello se acercó hacia él y le besó. Un casto e inocente beso de despedida. Por todo lo que ellos habían pasado, por haberla abierto los ojos, porque a partir de ahora nada podía ir peor, nada podía ser peor que el infierno que había pasado a su lado.


“Gracias y hasta nunca”


Susurró contra sus labios y se dispuso a marcharte, lentamente se dirigió hacia la puerta, tomó el picaporte entre sus manos y giró. De repente se oyó un disparo.
No se había percatado de su arma cuando le había besado, maldita estúpida. Ahora la sangre brotaba de su vientre, su respiración se iba haciendo cada vez más entrecortada, las lágrimas nublaban sus ojos. Lágrimas de frustración, había estado tan cerca de cumplir su sueño, solo tenía que girar el picaporte y salir de allí, huir… subir al coche y alejarse para siempre.

Y sin embargo ahora estaba arrodillada en el suelo, adentrándose al más allá, intentando volver atrás, a su cama, a aquella lavandería.

No volvería a verle, pensaría que se había arrepentido, que no había tenido las agallas suficientes como para abandonarlo y que no era suficiente para ella.
Lo que daría por poder despedirse de él, decirle otra vez que le amaba, besarse por una última vez antes de desaparecer para siempre.

Y no podía, la vida se le escapaba de las manos en esos instantes y no podía hacer nada para evitarlo. El dolor se agarraba en su garganta, quería gritar pero el miedo la acallaba. Solo quería acabar con todo, si la vida no le permitía ser feliz, si no estaba dispuesta a concederle ese deseo, no merecía la pena vivir.

Cerró los ojos por última vez y se dejó caer.



Esperaba que el cielo fuese un lugar hermoso.

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