Podría
acabar con todo de un simple plumazo, como si solo se tratase de un conjunto de
palabras incoherentes que no llegan a convencerme en la historia de mi vida. Un
tachón sobre ellas y todo arreglado.
Ojalá
el amor fuese así de sencillo.
Yo
era tu bailarina, aquella que giraba en torno a ti, sonriendo, deseando que la
acompañaras en su danza cotidiana. Tú, mi soldadito de plomo, impasible ante
los demás, pero con tu corazón en tu mano dispuesto a entregármelo.
Me
has dado tu mano y has decidido permitirme este baile. El ritmo es sencillo de
seguir, al menos al principio. Poco a poco se complica, el ritmo aumenta y se
vuelve algo frenético. Tus pies trastabillan, pierdes el equilibrio y
rápidamente te ves en el suelo.
Me
miras y yo sonrío, te ofrezco mi mano y la tomas. Volvemos a intentarlo. Una y
otra vez.
Veo
cómo te haces, mientras yo permanezco ilesa. Mi corazón se rompe a pedazos cada
vez que te veo llorar de rabia e impotencia. No entiendes que haces mal y
deseas con fervor poder terminar la canción.
No
puedo verte sufrir, cuando sé que otro baile te iría mejor. Algo menos
complicado, algo menos yo.
Es
la última vez que te levanto y tomo tus manos. Mi agarre va aminorando
lentamente. Enseguida lo percibes y no sabes muy bien cómo actuar. Yo no quiero
hacerlo, ojalá no tuviese que haber tomado esta decisión que me lleva a
alejarme de ti. Pero, sé, que es lo mejor para ti.
Porque
te curarás de las heridas, y podrás seguir luchando batalla tras batalla sin
ninguna distracción.
Sin
embargo yo, me retiraré de la pista de baile. No sé bailar sin acompañante.
Haré que la orquesta guarde silencio en honor a nuestro amor fallido y
observaré desde la trinchera la guerra que disputan entre sí, el amor y la
razón.
Sin vencedor.
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