Y aunque solo hayan sido
unas míseras horas ya la echo de menos, su aroma, su luz sobre mí, sus suaves
vaivenes sobre mis pies. Agua fría, helada, congelando la poca sangre que
conservo en mí, tiñendo mi piel de un nacarado tono, respiración entrecortada con
la mirada perdida hacia el horizonte, esperando, anhelando…
Rayos que atraviesan la
piel, arden y duelen pero poco importa ya, me siento viva. Finos y delicados
granos de arena decoran mi cuerpo, quizás me hagan brillar, quizás sean polvos
de hada escondidos y me permitan volar lejos, muy lejos de aquí, en busca de un
nuevo comienzo, de una nueva vida.
Si las pesadillas
pudieran derramarse, con la misma facilidad que las lágrimas de frustración
sobre la mar, no estaría rota, destruida.
¿No oís como me llaman?
¿No oís a los ángeles caídos en alta mar? ¿No veis como mi espíritu avanza
hacia ellos? Abandonándome, aumentando el vacío de mi ser.
Almas que susurran
pidiendo clemencia a un ser inexistente, ¿debo unirme a ellas? ¿He de abandonar
mi lucha por la felicidad? Sollozos atragantados pretenden huir de mis labios,
“¡encerradlos!” grita la razón, “¡dejadlos!” suplica el corazón, sin embargo
vuelven de nuevo a sumergirse en la impenetrable oscuridad de mi esencia y la
razón se proclama con alevosía vencedora de una lucha diaria.
Dudas a flor de piel
intentando ser escuchadas y resueltas, cosquilleos eléctricos recorriendo mi
columna que junto al suave e incesante viento hacen escapar de mi boca suspiros
frustrados.
Podría desaparecer en
este mismo instante y nadie notaría mi ausencia, nadie preguntaría por mí… y no
me importaría la verdad. Quizás sea ese mi lugar, mi destino… la soledad.
Naufragando entre la nada
y el silencio como un navío en alta mar a la deriva, en busca de la verdad, de la
libertad… Pidiendo clemencia, susurrando
perdón, llorando a las almas errantes que zozobran en la oscuridad de la noche.
La luz se va y la
oscuridad cubre mis hombros con su frazada, hecha de pesadillas y bordada con
temores insospechables para un alma cándida e inocente. A mí la inocencia me abandonó hace demasiado
tiempo, siendo más precisa me la arrebataron de un tirón, dejándome en un
rincón hecha un jirón, acurrucada esperando tu llegada.
Y ahora que tras años de
anhelo ferviente veo tu llegada inminente, tengo miedo. A que no seas capaz de
levantarme, a esperar demasiado, a no saber leer tras tu mirada, a que mis
sueños sobre ti se desvanezcan, a tener las expectativas demasiado altas y que
la caída sea de tal calibre que me hiera para siempre. Llagas sin cerrar,
curadas con alcohol barato, lágrimas sobre ellas, escuecen, arden hasta
perforar la piel. Muerdo mi labio inferior y sonrío, la sangre brota de él y
resbala sobre mi poco pronunciado escote llegando hasta mi vientre donde freno
su caída posando el dedo sobre la gota que ha manchado mi cuerpo. La observo
con detenimiento y con delicadeza vuelvo a dirigirla a su punto de partida, la
coloco sobre mi lengua y saboreo su textura. Salada, espesa y caliente, junto a
su aroma exótico deleitan mis sentidos. Cierro los ojos y exhalo un quejido.
Lágrimas agarradas en mis pupilas vuelven a desgarrarme, el silencio me acuna
entre sus brazos mientras yo oscilo como un péndulo en la olvidada y demacrada
esquina de mi habitación. La música retumba sobre las paredes moviendo el
mundo, dando vueltas a mi cabeza. Manos frías y lágrimas calientes, gran
combinación, el temor escondido tras mis ojos selva ansiando escapar y
destruirme de una vez por todas.
No lo permitiré, me
enfrentaré a él y huirá, lejos de mí devolviéndome la felicidad que un día me
arrebató. Pero ese día no es hoy, ni tampoco mañana, algún día… algún día todo
será diferente.
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