No
dudó en quitarse la ropa y echarse a llorar junto a la ventana. En ver las
gaviotas volar a baja altura molestando a los transeúntes.
Rezó
por su alma furiosa y agitada, por las lágrimas que había hecho derramar. Lo
intentó y no lo consiguió. No había nadie escuchándola, así no encontraba la
respuesta a sus problemas y ni siquiera se sentía mejor. Es más, tenía la
sensación de estar engañándose a sí misma; una vez más.
Deslizó
las sábanas para dejarse caer sobre el irregular colchón, enredó sus piernas a
las finas telas con movimientos indecisos.
Durante
horas recorrió la noche, peleándose con las pesadillas y reencontrándose con
sus demonios en el alféizar del ventanal.
Una suma de
opósitos, era todo lo que eran ellos.
Una
ida y venida constante, pecas y lunares perdiéndose en una viña bajo el sol de
la Toscana, lágrimas disfrazadas de sonrisas; blanco y negro.
Una
llamarada de fuego congelado, estática ante el paso del tiempo y las miradas
impetuosas. Así es como se sentía; ni desdicha ni pena, quizás algo de
remordimiento a altas horas de la madrugada. Pero experimentaba una continua
paz sosegada que nunca antes había sentido.
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